Daniel Durand
La loma esa…
que está cubierta de eucaliptos
plantados en hilera por un nuevo dueño
era de mis abuelos.
En lugar de estos árboles oscuros
ellos tenían una quinta que en primavera
nevaba toda la colina de azahares
y una casa blanca de zócalos celestes
con una gran antena de televisión en el medio.
Mis abuelos tenían catorce nietos
que todos los domingos llegaban de la ciudad.
Debajo del paraíso había una máquina amarilla
para cosechar papas, y ahí los nietos
jugaban a una guerra que consistía
en permanecer feliz todo el domingo
dentro de la máquina.
Los límites de los costados del campo eran de alambre
pero al del fondo lo habían hecho con un arroyo
que tenía un puente de hierro negro por donde pasaba
el tren llevándose los límites del campo hasta que
los vagones se perdían de vista.
¿Para qué seguir con los mares que mis abuelos
tenían dentro de su campo?
Al anochecer volvían los catorce nietos
a la casa blanca que estaba en lo alto de la loma,
se sentaban en una gran sala,
porque mis abuelos cuando la noche clausuraba
los deleites tenían para sus catorce nietos
prendidos el televisor (nadie aún tenía en la ciudad).
Ayer me robé 250 poemas de Cesar Pavese
en una librería de Avenida Pueyrredón,
ahora sé que me pertenecían desde siempre,
adentro encontré a mis abuelos con su quinta,
su casa blanca de zócalos celestes en el medio
de la loma nevada de azahares y sus catorce nietos.