Soplo
El josé y el taco cruzaban la calle
en bajada azotados por el sol.
Acribillados por monedones
de luz, a la sombra de la parra,
con la humedad que se desparramaba
desde abajo de la pileta y
la muerte que ya jadeaba
entre nosotros -yo en tu falda-,
los mirábamos pasar.
Ahora la gata se sube despacio con un solo
movimiento a la mesa de vidrio.
Se queda quieta y empieza a masticar.
Tengo la piel de las manos arrugada después
de haber cortado la lechuga y el tomate,
rallado la zanahoria, lavado
y secado mis manos con un repasador.
De a ratos se cruza flameando
el trapo de la otra historia,
la que estoy aprendiendo a escribir
y que me dejó con los bolsillos
llenos de plata vieja y papeles mojados.
Afuera, todas las lámparas están encendidas,
cada una con su sombra encima.
Los patrulleros azules planean
sobre las avenidas naranjas.
Vengan todos y vean
las gotas de rocío que resbalan suaves
por las pendientes de los aleros.
La gata mira su reflejo en el vidrio de la mesa
y después me mira a mí. No va a llover, habrá que aguantar
esta cerrazón que apenas humedece las baldosas
flamantes del pasillo y desacomoda los huesos de los viejos.
Me arrimo a la pantalla y te nombro:
estás en la palma de mi mano ahora,
te paso a la otra mano con mucho cuidado,
y te soplo o quiero despeinarte, respirás.
De nuevo la novela de visitarte bajo la parra,
abrigados del solazo, del ripio de aquella tarde.
La conversación se atrasa entre viajes a la pileta para meter
la cabeza abajo de la canilla. Dan ganas de que sea
una mañana de invierno, la helada blanqueando
los pastos, hombres haciendo sonar las cadenas de las
bicicletas mientras encaran despacio cuesta arriba, las manos
enguantadas apretando los manubrios. Pero es verano
y el calor de la siesta embrutece, apenas. Tenés un pañuelo,
un trapo con el que secás tu frente a cada rato.
Hay platos sin lavar y la ropa colgada gotea.
Olor a que ya comimos hace un rato.
No vamos a decirnos nada. Ahora acerco
la mano y soplo para quedarme solo de nuevo.